Hoy día de la Mujer, conoce cinco historias de acoso contadas por sus protagonistas

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Solo las protagonistas conocen los alcances psicológicos de un acoso. Foto referencial.

Las fiscalías, las prefecturas y las páginas rojas de los periódicos están llenas de abusos contra la mujer, abusos que indignan y que llegan a conmover a la opinión pública. Son atropellos que promueven protestas, campañas y movimientos feministas. Pero hay otro tipo de abuso, más frecuente y del que nadie o pocos hablan…


…Son esos “pequeños” acosos que llaman de baja intensidad y que, al menos en nuestro país, no son merecedores ni siquiera de una denuncia. Se aceptan, se toleran y se hacen. Solo las protagonistas conocen los alcances psicológicos de sus efectos y cinco de ellas, hoy Día de la Mujer, nos traen su historia de acoso callejero, algunas bajo la protección del anonimato y otras con sus nombres reales.

Era alrededor de las 7:00 de la mañana. Yo estaba esperando el bus de la ruta San Jacinto en una avenida de Maracaibo. No había nadie más en la parada y de pronto un carro por puesto se paró frente a mí. Yo no lo detuve. No lo estaba esperando. Miré y en su interior estaba un hombre de color y calvo. Me miró a los ojos y después dirigió su mirada hacia abajo. Por instinto, hice lo mismo y entonces me di cuenta de que tenía su pene afuera y se estaba masturbando.

El pánico se apoderó de mí. Pensé que se iba a bajar y me iba a apuntar con una pistola para obligarme a embarcarme en el carro. Pero no, él siguió ahí, en lo suyo. Yo traté de fingir que no me importaba. No podía gritar porque, repito, no había nadie. Sentía que si corría él se podía bajar y perseguirme. Pensé que lo mejor era quedarme ahí, paralizada, deseando que pasara otro carro. Decidí que cualquiera que pasara yo lo iba detener, de cualquier ruta o hasta un taxi.

Finalmente llegó un bus de la ruta San Jacinto y me embarqué. Hasta ese momento pensé que solo me había quedado parada sin hacer nada, pero cuando subí a la unidad caí en cuenta de que tratando de disimular que no veía al acosador saqué todas las cosas de mi cartera. El bus, obviamente, era más alto que el carrito por puesto y entonces el chofer pudo ver lo que estaba haciendo el otro. Le gritó: “¡Sucio, pervertido!” y en seguida me dijeron: “¿Le hizo algo señorita?”. Yo respondí que no, pero la verdad es que sí, me sentí violada y no sabía cómo explicarlo. De hecho, se lo conté a un amigo y se burló de mí.

Mariela Ramos, 36 años

Comencé muy emocionada mi trabajo como administradora de una empresa. Era mi primer empleo tras salir de la universidad. Desde el primer día que llegué quién sería mi jefe me miró de arriba abajo y al darme la mano no la soltó inmediatamente, la deslizó y rozó uno de sus dedos por mi palma. Quizá suene tonto, pero me pareció algo sexual.

Luego comenzaron los acosos, al menos eso sentí aunque no supe cómo explicarlo. Todos los días me llamaban y me decían que mi jefe me necesitaba. Llevaba mis apuntes y mi agenda esperando que me asignara una tarea, pero no era así. El me hacía  pasar a su oficina, cerraba la puerta, quedábamos solo él y yo. Me hacía sentar en una silla y me miraba los senos, sin hacer más nada.

El primer día le dije que si se sentía bien. Me dijo que sí, que cómo me había sentido yo. Le dije que bien, pero casi no podía hablar, sentía que con su mente tenía controlados mis pensamientos. Quería decirle tantas cosas, que porqué me miraba, que cuál era la tarea que me asignaría. Pero no podía emitir nada ni una palabra.

Así fue por dos semanas seguidas. Todos los días él me mandaba a llamar. No me decía nada, solo me miraba los senos. Cambié mi forma de vestirme. Me cubría lo más que podía. Comencé a llorar de impotencia, de sentirme boba yo misma. Renuncié y nunca pude contarle a nadie, porque en realidad él me hizo mucho daño, pero a la vez no me hizo nada.

Laura Fernández, 27 años

Lloré mucho y fue al bajarme en un bus. Me gusta el contacto con la gente, disfruto de viajar así sea un trecho corto, porque soy socióloga y me encanta analizar en qué piensa la gente, hacia dónde va, cuál es su estilo de vida, entre otras cosas, y un bus es perfecto para ello. Es un breve instante donde muchas personas van juntas sin moverse y nadie se siente intimidado por cruzar miradas de vez en cuando. Así que, aunque tengo carro, de vez en cuando uso el transporte público como un medio de ejercicio.

Pero esa vez me fui parada. No había puestos vacíos, el bus estaba repleto de pasajeros. Me tocó ir de pie, como dije, y tomada de las barandas con las manos alzadas. Sentí que la persona que iba detrás se arrimaba mucho a mí. Me volteé a ver quién era y me fijé que era un hombre, él también me miró y se sonrió.

Cada vez el contacto era más largo, ya no era ante una curva o un frenazo de la unidad. Él me arrecostaba sus partes y las frotaba y yo sentía que no podía hacer nada. Le dije: “¿Podría alejarse un poco?”. Y se rió con los demás: “Ella quiere que me arrime. Si quería privacidad hubiera tomado un taxi”. Entonces fue peor. No solo se pegaba a mí, sino que se movía. Y no podía hacer nada. Sé que fue un acoso, un abuso, un ultraje. Me sentí impotente, tanto que me bajé antes de donde me correspondía.

Me bajé llorando, me sentí estúpida, sabía que él se había aprovechado de las circunstancias y sabía que nadie me entendería. Fue un momento en el que solo pude contar conmigo misma, solo yo me entendería.

Carmen Atencio, 41 años

Todo comenzó con una confusión. Yo recibí un mensaje por WhatsApp que asumí de un amigo, quien me había aconsejado mucho y me había ayudado a resolver un problema en mi trabajo.

Me confundí por la foto de su perfil, pues se parecía. Le contesté que habían ángeles y otras cosas agradables de agradecimiento. Y de pronto el remitente comenzó a preguntarme que qué hacía, que cómo estaba vestida, y me di cuenta de la confusión. Investigué el número de mi amigo y vi bien la foto. Entonces le dije a la persona que creía que estaba equivocado, que no lo conocía. Él me respondió que mi número lo vio en una tarjeta que se quedó olvidada en un escritorio de mi edificio y que pensó que era un mensaje divino porque se emocionó al verlo.

Le dije que no creía en mensajes y que era una simple casualidad. Comenzó a a decirme cosas obscenas y me preguntó que si creía que hablaba con un niño. Entonces me envió una foto de su pene para que viera lo “macho” que era. Inmediatamente lo bloqueé del WhatsApp. Pero entonces continuó por los SMS y traté de bloquearlo de todas maneras posibles. Pero también, al parecer en la tarjeta, iba mi correo, así que recibía mensajes de él. Me decía que me conocía y sé que podía serlo porque sabía cosas de mí. Temía que hiciera algo contra mí o contra alguno de los míos.

No soy muy ducha con las redes. Así que me costó mucho bloquearlo y además me sentía amenazada. No supe a dónde acudir. Solo me asesoré con un amigo. Pero pasé semanas de angustia, de insomnio, tenía pesadillas… A, aunque nunca supe su nombre, sé que era un vecino o un amigo, quizá de vez es cuando hablo con él, me río y no sé que fue el psicópata que perturbó mi paz por un buen tiempo.

María Daniela Bracho, 29 años

Yo trabajaba en Maracaibo, pero vivía en Cabimas y habían anunciado un paro de transporte. Un día antes, fue a visitarnos en la casa una tía y su hijo. Mi primo me dijo que él tenía carro, que me podía llevar a Maracaibo, pero que salía a las 5:00 de la mañana, cuando aún estaba oscuro. Yo acepté porque prefería llegar súper temprano que perder el día de trabajo.

Me pasó buscando a las 4:30 de la mañana. Me monté en el carro y lo saludé. Conversamos normal y de pronto me dice que si tengo novio. Le digo que no, que yo terminé con él hace dos años. Y entonces me hizo una pregunta incómoda: “¿Y cómo haces cuando tienes ganas de tirar?”

No supe qué responder. Nadie, ni mis amigas me habían hecho esa pregunta. Le dije que creía que esas circunstancias íntimas no eran primordiales ni surgían de la nada para todo el mundo. Entonces me respondió: “Yo sí pienso todo el tiempo en tirar. Si por mí fuera vivirían montado encima de la mujer mía todo el día. De hecho, estoy aquí hablando contigo y ya estoy emocionado”. Y se miró hacía abajo y se veía su bragueta levantada. Comenzó a hablar de sexo. Era de madrugada, se había metido por caminos podría decirse que verdes, eran como fincas y todo estaba, por supuesto solitario.

Sentí que me violaría. Comencé a desviar el tema y a hablar del la familia. En cierta forma, tratando de aplicar un poco de psicología, haciéndole ver que eramos parientes. Le hablé de mi admiración por su mamá y hasta le comenté que qué lástima que la familia generalmente se uniera en las tragedias, que debíamos compartir más. Pero el seguía hablando de sexo. No sé si se masturbó, porque no volteé a verlo más. Solo agradecía que comenzó a hacerse de día y que vi la carretera y que me dejó en el lugar previsto.

Desde entonces no lo volví a ver más y le advertí a todas mis primas y hermanas que nunca aceptaran un viaje con él, aunque no puedo decir que me tocó, si estoy segura de que violó, porque me sentí violada y sé que no estoy loca.

Aracelis Martínez, 23 años

Historias como estas abundan, pasan todos los días. No se trata sólo de un piropo tipo “linda” por la calle o una mirada indiscreta, aunque también pueden incomodar. Más allá de las cifras sobre los abusos hacia la mujer, están esos pequeños ultrajos diarios, en los que se sienten solas con la imposibilidad de definirle al mundo que entre lo denunciable y lo aceptable, hay un trecho de significativa agresión.

Maidolis Ramones Servet

Fotos referenciales

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